La escritura como lugar de reparación y transformaciones de territorios y memorias

Es preciso entender la montaña como un lugar de revelaciones. A medida que se camina se va haciendo memoria de manera casi involuntaria. Existen parajes recónditos en lo profundo de la memoria que a pesar de que tuvieron su origen en sucesos o acciones remotas y aparentemente concretas, se envuelven en un velo de niebla y resultan lejanos, casi encantados, un poco ajenos, y recogen diversos tipos de sensaciones, evocaciones inexactas que a veces visitan en sueños.

Esta experiencia onírica acaba mezclándose con la contemplación hasta tal punto que no se sabe cuando se contempla o cuando se sueña. Si lo que se está contemplando es algo que se soñó, o si lo soñado hace parte de algo que se contempló, y así los mismos tiempos de se confunden y lo contemplado se funde con lugares tanto explorados como inexplorados tanto dentro de la memoria como del paisaje. Cuando se contempla por mucho tiempo un mismo lugar, en medio de la naturaleza, aparentemente callada, algo comienza a hablar. Sentarse y recordar, volver a pasar por el corazón, repasar.

Este silencio aparente busca dejar hablar a una parte de nosotros que siempre ha callado, puesto que: “subsiste en nosotros una parte muda, escamoteada, inaprehensible, de modo que más vale en ese caso (…)permanecer en ese silencio suspendido en el que sorprendemos el sueño de un niño”.

La Madre Tierra va mostrando el camino a través del hilo que va tejiendo el territorio con los recuerdos. A través del camino se va revelando eso oculto que habita en lugares recónditos y que suele generar heridas que es necesario hacer presentes, traer de nuevo a la memoria, e incluso volver a descubrirlas si se encuentran veladas. La Naturaleza permite que la memoria viaje a su lugar de origen, que manifieste sus más profundos secretos y dolores. La Madre Tierra escucha cada uno de los clamores de aquellos que acuden a ella con todo el respeto y el amor que se requiere para sanar.

“El espíritu percibe ante la naturaleza menos su propia superioridad que su propia naturalidad. Este instante mueve al sujeto a llorar ante lo sublime. El recuerdo de la naturaleza disuelve la terquedad de su autoposición: ¡La lágrima brota, la tierra vuelve a tenerme!”.

De allí surge entonces la escritura como otra manera de dar cuerpo, tomar algo intangible y convertirlo en arte. Cuando la memoria se vuelve lo suficientemente pesada, sin nunca dejar de ser frágil, busca una manera de brotar de las entrañas de quien la encarna, y se convierte también en rito.

“Así la vida se ilustra, se cubre de imágenes. La vida crece; transforma al ser; la vida gana en blancuras; la vida florece; la imaginación se abre a las más lejanas metáforas; participa en la vida de todas las flores”.

El camino y el peregrinaje invitan a asumir una actitud contemplativa que en ningún momento deja de manifestarse en la escritura. Entonces el río, la montaña, la cueva y el bosque son los maestros que van develando aquello invisible que causa dolor y desconocimiento. Al poner por escrito lo que todas estas manifestaciones de la Naturaleza revelan a través de la contemplación y la meditación prolongada existe un acercamiento al origen de aquello que la memoria sufre. Y el conocimiento de ese origen es el primer paso para generar una verdadera sanación.

Recoger todos estos instantes de contemplación, de revelación onírica, de conmoción y desgarramiento, y convertirlos en escritura implica una comprensión íntima del sí mismo como un ser en devenir y deconstrucción constante, que se derrumba, que se incendia, se quiebra, marchita, rebrota y florece.

Por: Valeria Isaza Jiménez

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